lunes, 20 de mayo de 2013

2015: ¿Qué puede hacer Europa si el resto del mundo no toma en serio el cambio climático?


Por Miguel Á. Ortega. Economista. Director de Asociación Reforesta


Hace unos días se anunció que la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera ya alcanza las 400 ppm. Estos gases son los responsables del calentamiento global inducido por la actividad humana. Hay un gran consenso científico en torno a los riesgos que entraña para la propia vida humana un aumento de la temperatura del planeta superior a los 2ºC. Aun así, en la actualidad, parece que más bien nos encaminamos hacia un aumento de 4ºC a lo largo de este siglo, según un reciente informe del Banco Mundial.


 El Protocolo de Kioto, que es el único acuerdo internacional sobre cambio climático, está en una especie de espera hasta 2015, año que los estados han fijado como meta para lograr un acuerdo mundial que mejore el existente. Kioto no cuenta con la participación de los dos países más contaminantes, EE.UU y China. El primero, porque no se quiso sumar al esfuerzo de otros países desarrollados, especialmente los de la UE y, el segundo, al igual que otras potentes economías emergentes como Brasil e India, porque aunque lo firmó no está sometido a recortes en su nivel de emisiones.

 Así las cosas, resulta que la UE, que es el mayor bloque comercial pero representa sólo alrededor de un 15 por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, es el alumno aventajado en una carrera contra el tiempo a la que otros, mucho más sucios, se resisten a sumarse. La conferencia que tendrá lugar en París en 2015 será la prueba del algodón que, de alguna manera, medirá hasta qué punto los gobiernos están dispuestos a limpiar la atmósfera de estos gases que provocan el calentamiento global.

 La UE debería de tener un plan B, por si las negociaciones fracasan. Si esto ocurre, será por los dichosos intereses económicos. Si la UE sí se toma en serio el cambio climático y otros no, aunque a medio y largo plazo todo serían beneficios, a corto plazo podría incurrir en desventajas competitivas, ya que asumiría restricciones e inversiones que otros no enfrentarían. Por ello hay que prepararse para dar donde más duele, que es en el bolsillo. La forma más evidente de hacerlo es implantar un sistema de trazabilidad que permita gravar con aranceles los productos en función de los gases de efecto invernadero emitidos en su proceso de producción y distribución. Esta sería una de las maneras más eficaces de hacer frente al calentamiento global y, de hecho, habría que trabajar en ella sin esperar a acordar otras fórmulas más suaves con terceros países. Hay quienes se oponen a esta medida argumentando que desataría una guerra comercial de catastróficas consecuencias para la economía mundial. El precedente sería el conflicto entre la UE y algunos de estos países a cuenta de la decisión europea de imponer cupos de emisión a los aviones que usen sus aeropuertos, con independencia de su nacionalidad.

 Pero, ¿cuál sería el desenlace más probable de una guerra comercial por ese motivo? Ya ha habido guerras comerciales que han afectado a diversos países y sectores a lo largo de las últimas décadas. Por eso sabemos que la respuesta más común del que se siente agredido es imponer represalias. Si esas represalias consistieran en la reciprocidad, todos saldríamos ganando, porque los “ofendidos” establecerían el mismo sistema de penalización de las importaciones procedentes de la UE en razón de la carga de gases de efecto invernadero incorporada a las mismas. Y si impusieran otro tipo de restricciones a las importaciones procedentes de Europa, esto representaría una limitación al comercio de larga distancia, que es una importante causa de alteración del clima. Además, sería un importante golpe a la globalización comercial que, no lo olvidemos, está provocando la igualación (a la baja en lo que respecta a los trabajadores de los países desarrollados) de las condiciones laborales. Y afectaría también a la globalización financiera, que ya nadie puede discutir que está empobreciendo incluso a países que, como España, ocupan un lugar destacado en esa globalización (la bolsa española llegó a ser la novena del mundo).

 Eso sí, las restricciones comerciales y la aplicación de tasas a las importaciones encarecerían el precio de los productos. Y esto golpearía especialmente a las clases más desfavorecidas. Pero hay formas de evitarlo. Una de ellas es compensar a esos contribuyentes bajándoles el impuesto de la renta y el IVA de productos de primera necesidad y proporcionándoles mejor acceso a servicios públicos más abundantes y de mejor calidad; claro, para contrarrestar esa pérdida de recaudación habría que recaudar más aumentando los impuestos a quienes más ganan y más patrimonio tienen. Otra es favorecer la creación de empleo  disminuyendo las cargas sociales de los contratos de trabajo (en España son un 40 por ciento de los conceptos salariales) y compensando la falta de recaudación precisamente con la procedente de los impuestos ambientales. Más opciones: las tantas veces reclamadas lucha contra el fraude y contra los paraísos fiscales y la implantación de una tasa a las transacciones financieras. Y, por proponer una más: las decenas de miles de millones de euros que pueden conseguirse en la UE mediante el ahorro y la eficiencia energética.

 Al final, siempre se llega a lo mismo: querer es poder. Llamo la atención de que, a partir de una propuesta de aplicar un impuesto al CO2, se ve la necesidad de recaudar más de los que más tienen y menos de los que menos tienen porque, si no, se pone en riesgo la ya precaria paz social. Y es que a nadie debería de quedarle ninguna duda de que, si de verdad queremos proteger el medio ambiente para librar a la especie humana de una catástrofe segura, es necesario repartir la riqueza.

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