Por Miguel
Á. Ortega. Economista. Director de Asociación Reforesta
El Protocolo de Kioto, que es el único acuerdo internacional
sobre cambio climático, está en una especie de espera hasta 2015, año que los
estados han fijado como meta para lograr un acuerdo mundial que mejore el
existente. Kioto no cuenta con la participación de los dos países más
contaminantes, EE.UU y China. El primero, porque no se quiso sumar al esfuerzo
de otros países desarrollados, especialmente los de la UE y, el segundo, al
igual que otras potentes economías emergentes como Brasil e India, porque
aunque lo firmó no está sometido a recortes en su nivel de emisiones.
Así las cosas, resulta que la UE, que es el mayor bloque
comercial pero representa sólo alrededor de un 15 por ciento de las emisiones
mundiales de gases de efecto invernadero, es el alumno aventajado en una
carrera contra el tiempo a la que otros, mucho más sucios, se resisten a
sumarse. La conferencia que tendrá lugar en París en 2015 será la prueba del
algodón que, de alguna manera, medirá hasta qué punto los gobiernos están
dispuestos a limpiar la atmósfera de estos gases que provocan el calentamiento
global.
La UE debería de tener un plan B, por si las negociaciones
fracasan. Si esto ocurre, será por los dichosos intereses económicos. Si la UE
sí se toma en serio el cambio climático y otros no, aunque a medio y largo plazo todo serían beneficios, a corto plazo podría
incurrir en desventajas competitivas, ya que asumiría restricciones e
inversiones que otros no enfrentarían. Por ello hay que prepararse para dar
donde más duele, que es en el bolsillo. La forma más evidente de hacerlo es
implantar un sistema de trazabilidad que permita gravar con aranceles los
productos en función de los gases de efecto invernadero emitidos en su proceso
de producción y distribución. Esta sería una de las maneras más eficaces de
hacer frente al calentamiento global y, de hecho, habría que trabajar en ella
sin esperar a acordar otras fórmulas más suaves con terceros países. Hay
quienes se oponen a esta medida argumentando que desataría una guerra comercial
de catastróficas consecuencias para la economía mundial. El precedente sería el
conflicto entre la UE y algunos de estos países a cuenta de la decisión europea
de imponer cupos de emisión a los aviones que usen sus aeropuertos, con
independencia de su nacionalidad.
Pero, ¿cuál sería el desenlace más probable de una guerra
comercial por ese motivo? Ya ha habido guerras comerciales que han afectado a
diversos países y sectores a lo largo de las últimas décadas. Por eso sabemos
que la respuesta más común del que se siente agredido es imponer represalias.
Si esas represalias consistieran en la reciprocidad, todos saldríamos ganando,
porque los “ofendidos” establecerían el mismo sistema de penalización de las
importaciones procedentes de la UE en razón de la carga de gases de efecto
invernadero incorporada a las mismas. Y si impusieran otro tipo de
restricciones a las importaciones procedentes de Europa, esto representaría una
limitación al comercio de larga distancia, que es una importante causa de
alteración del clima. Además, sería un importante golpe a la globalización
comercial que, no lo olvidemos, está provocando la igualación (a la baja en lo
que respecta a los trabajadores de los países desarrollados) de las condiciones
laborales. Y afectaría también a la globalización financiera, que ya nadie
puede discutir que está empobreciendo incluso a países que, como España, ocupan
un lugar destacado en esa globalización (la bolsa española llegó a ser la novena
del mundo).
Eso sí, las restricciones comerciales y la aplicación de
tasas a las importaciones encarecerían el precio de los productos. Y esto
golpearía especialmente a las clases más desfavorecidas. Pero hay formas de
evitarlo. Una de ellas es compensar a esos contribuyentes bajándoles el
impuesto de la renta y el IVA de productos de primera necesidad y proporcionándoles
mejor acceso a servicios públicos más abundantes y de mejor calidad; claro,
para contrarrestar esa pérdida de recaudación habría que recaudar más
aumentando los impuestos a quienes más ganan y más patrimonio tienen. Otra es
favorecer la creación de empleo disminuyendo las cargas sociales de los
contratos de trabajo (en España son un 40 por ciento de los conceptos
salariales) y compensando la falta de recaudación precisamente con la
procedente de los impuestos ambientales. Más opciones: las tantas veces
reclamadas lucha contra el fraude y contra los paraísos fiscales y la
implantación de una tasa a las transacciones financieras. Y, por proponer una
más: las decenas de miles de millones de euros que pueden conseguirse en la UE
mediante el ahorro y la eficiencia energética.
Al final, siempre se llega a lo mismo: querer es poder.
Llamo la atención de que, a partir de una propuesta de aplicar un impuesto al
CO2, se ve la necesidad de recaudar más de los que más tienen y
menos de los que menos tienen porque, si no, se pone en riesgo la ya precaria
paz social. Y es que a nadie debería de quedarle ninguna duda de que, si de
verdad queremos proteger el medio ambiente para librar a la especie humana de
una catástrofe segura, es necesario repartir la riqueza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario