viernes, 27 de enero de 2017

Educación emocional para alcanzar la sostenibilidad




Por Miguel Á. Ortega, Presidente de Asociación Reforesta

La mente humana es capaz de procesar una gran cantidad de información. Conceptos y emociones se mezclan en ella; los conceptos e ideas que forman nuestros pensamientos generan emociones y éstas nos llevan a generar pensamientos. La información y la forma en que el cerebro la procesa forman el sistema mente. Nuestras mentes interactúan entre sí y dan lugar a una mente colectiva, que es la responsable de formar y reproducir la cultura, es decir, el sistema de creencias y de valores que impera en un lugar y momento determinados. La mente colectiva evoluciona, y el motor de esa evolución son los individuos que cuestionan el sistema de creencias y valores imperante en cada lugar y tiempo concretos.


Aunque lo afirmado en el párrafo anterior, hoy día, parece obvio, sin embargo, conviene prestar atención a un hecho de mucha trascendencia: durante mucho tiempo, especialmente desde Descartes y la Ilustración, le hemos dado mucho más valor al manejo de la información de tipo conceptual que a la de carácter emocional, obviando incluso el hecho de que ambas están relacionadas, como no podía ser de otro modo, ya que están procesadas por un mismo órgano de un mismo individuo. Esto ha sido así hasta el punto de que nos consideramos animales racionales, lo cual, a medida que conocemos más nuestra propia naturaleza, va sonando cada vez más a chiste. El ser humano es fundamentalmente un animal emocional. En mi opinión, será un animal racional cuando sepa gestionar adecuadamente sus emociones.

En los animales han evolucionado más las regiones cerebrales encargadas del procesamiento de la información que resulta más útil para la supervivencia del individuo y para la reproducción de la especie. Por eso, hay especies que han desarrollado muchísimo algunos de sus sentidos o incluso tienen sentidos que nosotros no tenemos, como la percepción de campos electromagnéticos y térmicos. También se observa que cuanto más evolucionada es una especie, mayor es la gama de emociones y de pensamientos que puede desarrollar. Parece que las especies más evolucionadas son, en general, las de más reciente aparición, las cuales han añadido nuevas capacidades a las que ya tenían las que les precedieron en su linaje. Quizás por eso las mascotas más populares son los perros y los gatos y no, por ejemplo, los grillos o las lagartijas: los perros y los gatos interactúan con sus dueños porque su inteligencia les permite, hasta cierto punto, comunicarse con ellos, y muestran emociones mucho más evidentes para nosotros que las que puedan mostrar los grillos y las lagartijas.

El “problema” es que parece que el cerebro es como una radio que, cuanto más moderna y mejor es, más frecuencias o emisoras capta. Para hacerme entender, pongamos que nuestras emociones son esas frecuencias o emisoras y nuestro cerebro es una moderna radio. Resultaría que, por ello, estamos conectados a un universo emocional, a una información de tipo emocional, más variada que la que recibe el cerebro de cualquier otra especie. Siendo así, ¿en qué consiste el equilibrio mental? Una respuesta podría ser que consiste en que la radio (nuestro cerebro) no mezcle la información, que no haya interferencias, que la información de todo tipo que recibe se procese y canalice adecuadamente.

Ahora formulo la siguiente pregunta: a simple vista, ¿podríamos decir que nuestro mundo es equilibrado, que en él reina la cordura? Me tienta responder que no. Y si nuestra sociedad, que es el todo, no está equilibrada, será porque el equilibrio promedio de las partes que la integran, es decir, las personas, es bajo.
La violencia hacia nuestros semejantes, hacia los animales, hacia la naturaleza, el egoísmo y la ambición desmedida, la incapacidad para establecer como prioridad la búsqueda del bien común, ¿son una ley natural a la que debemos resignarnos, o son síntomas de un desequilibrio que, aunque exista también en el orden natural, podemos aspirar a superar? Observemos que los animales más crueles, tras nosotros, son los chimpancés, lo que reforzaría la afirmación anterior de que, cuánto más evolucionada es una especie, experimenta las emociones con mayor intensidad, para bien y para mal, e incluso está expuesta a experimentar una mayor gama de emociones. Sin embargo, los bonobos, que son parientes cercanos de los chimpancés, no son violentos. Resuelven sus tensiones con otras herramientas, sin recurrir a la violencia o, al menos, sin caer en ella de la misma manera en que lo hacemos los humanos y los chimpancés.

Por alguna razón los bonobos siguieron otro camino. Posiblemente estos primates potenciaron la tendencia innata a la ayuda y a la cooperación, que también tenemos los humanos, y ese rasgo de su comportamiento se habría transmitido de unas generaciones a otras. En ese caso sería un hecho cultural. Y, como el cerebro tiene una enorme plasticidad, a fuerza de repetir la resolución de sus conflictos sin acudir a la violencia, las regiones del cerebro implicadas en esa conducta se habrían reforzado y ahora los bonobos no sabrían ser violentos.

Hemos de ser conscientes de que, aunque la vida de una parte de la humanidad se desarrolle en entornos pacíficos, de que aunque, según recientes investigaciones, ahora pueda haber menos violencia que en cualquier tiempo anterior, sin embargo hay una violencia soterrada que las sociedades humanas practican con consecuencias hacia dentro y hacia fuera. Las consecuencias hacia dentro son la violencia física, la desigualdad, la falta de libertad que sufren muchas personas… Las consecuencias hacia fuera se reflejan en el deterioro de la salud del planeta, lo cual terminará siendo (ya lo es) una consecuencia hacia dentro de enorme impacto en nuestras vidas.

Estoy convencido de que nuestros problemas se deben a esa engañosa racionalidad que hemos creído que sustenta nuestro ser, a no haber cuidado más la educación emocional y al consiguiente desequilibrio, que ha convertido a nuestro cerebro en una radio escacharrada que no se entiende porque sufre constantes interferencias. Llevamos miles de años sufriendo y lamentándonos por ello, pero también hace miles de años que algunas personas comenzaron a señalar el camino correcto. Consiste en no empezar la casa por el tejado, sino por los cimientos. Es decir, no prestar tanta atención a los deseos, apegos y demás emociones negativas, y procurar desarrollar una auténtica fortaleza interior basada en las emociones positivas y en potenciar el sentido de integración en el Todo al que pertenecemos. Es una cuestión cultural, y no tenemos que dar por hecho que la vida en la Tierra debe ser un valle de lágrimas. Ese triple conflicto permanente en el que se desenvuelve nuestra existencia, que enfrenta a cada ser humano consigo mismo, con los demás y hasta, posiblemente sin ser consciente de ello, con el planeta, tiene su origen en la falta de autoconocimiento y de capacidad de gestión de las emociones.


Si no arreglamos antes el transistor, olvidémonos de ser capaces de resolver nuestros problemas y de salvar nuestra especie porque, aunque pudiéramos mudarnos a otro planeta, volveríamos a cometer los mismos errores.

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